Audiencia 12 – Juicio Contraofensiva

Si cada testimonio libera varias historias, el de Martín Mendizábal tiene todo el efecto de la reparación. Su papá Horacio y su mamá, Susana Solimano, fueron asesinados en la Contraofensiva. Él mismo estuvo secuestrado un mes. Creció separado de sus dos hermanos, Benjamín Ávila y Diego Mendizábal. Vivió angustiado. Se levantó de un intento de suicidio. Su testimonio fue un relato plagado de tristezas, pero con un final esperanzador. Los aplausos y los abrazos que recibió luego, lo certifican.
Por Fernando Tebele y Fabiana Montenegro para El Diario del Juicio 
 
Ilustración de portada: Antonella Di Vruno 
 
Colaboración: Valentina Maccarone y Diana Zermoglio
Van más de dos horas de testimonio. Se sabía que el de Martín Mendizábal sería de los más crudos. Ya lo había advertido su hermano Benjamín Ávila, cuando señaló que de los tres (ellos dos y Diego), Martín había sido el de peor liga en la repartija del destino: “Fue el que peor la pasó de todos, perdió a sus dos padres y creció en una casa donde fue ninguneado”, apuntó dos semanas atrás. Podría suponerse que ya nada peor queda por saber de su historia, tras dos horas de recuerdos de secuestros, de miedos y angustias, de dibujos de casas y croquis de su alma. Sin embargo, Martín permanece con toda la flacura colgando de sus pies en el aire, apoyados en el piso solo a través de las punteras de goma de las zapas. Y le va a contestar a la fiscal Gabriela Sosti, que le acaba de preguntar, ni más ni menos, por las consecuencias personales de que te arranquen a tu papá y a tu mamá, y que además te separen de tus dos hermanos. Toma aire el flaco, y se tira de cabeza en un océano que hiela la sangre.

—Es un trágico privilegio estar vivo. Pero las marcas de crecer separado de mis hermanos… Valoro mucho el amor de mis familiares, como pudieron… de hacer sus duelos, de entender los vínculos. Es muy complejo dentro del entramado político argentino… Yo respeto. Me he sentido querido, pero no crecer con mis hermanos, estar separados, es una marca que todavía… —va tropezando, pero avanza— Me ha costado mucho llegar hasta acá… Yo tuve un intento de suicidio en el ’94 en Bahía Blanca… Muchos años de terapia… Probablemente me quedé congelado ahí… y también me perdí oportunidades de poder compartir más. Me alejé. Me acaracolé. Me alejé mucho de familia, de amigos. No me quería exponer, sufrir. Hice eso. Tomé esa decisión. Me salió mal, por suerte, y estoy acá.

Su discurso se entrecorta, acongojado. Pero siempre levanta la cabeza, respira profundo y sigue su viaje. Tal vez sea norma esencial en su vida: cerrar los ojos, respirar intensamente y salir para adelante. Su abogado Pablo Llonto le pregunta si quiere seguir o si prefiere tomar un cuarto intermedio. Puede que lo pida por el testigo, quizá por él o por todas las demás personas en la sala, que tal vez estemos pensando: “qué suerte que te salió mal”.  Martín muestra entereza y dice: “prefiero terminar”. Antes de eso, había contado, desde sus recuerdos, toda la trama que lo rodeó cuando apenas era un niño.

***

Martín Mendizábal camina rápido hacia el lugar de los y las testigos. De su pecho no cuelga una foto, como suele suceder con casi todas las demás personas que entran para contar sus historias. Sobre el pulóver oscuro resalta el cordón verde flúo que sostiene una cartulina con un collage de dibujos. Seguramente explicará luego. Se sienta y arranca bien por el comienzo: “Voy a empezar por mi familia materna, haciendo una línea de tiempo. Mi madre es Susana Haydeé Solimano. Es hija matrimonial de Alberto Andrés Solimano, médico, y Nélida Catalina Ibarra, ama de casa”. Ofrece mostrar un árbol genealógico que contiene veintiún primos hermanos, entre otras ramas de la familia. “Solo quiero decir un momento agradable sobre mi madre. Ella era protectora de animales, andaba a caballo, con sus perros y con todos sus primos y primas, organizaba los programas de las actividades que hacían cuando pasaban los veranos en el campo. Digo esto porque en el recorrido siguiente capaz no voy a poder decir algo tan agradable sobre ella”, anticipa. “A partir de los 18 años conoce a mi padre, se pone de novia. Aprovecho antes de llegar a que ellos se casan, paso ahora a la línea paterna. Mi padre Horacio Alberto Mendizábal es hijo matrimonial de Marcial Ramón Mendizábal, farmacéutico, y Rosa Irma Lafuente, ama de casa pero también ayudante en la farmacia que tenían en Parque Patricios”. Así, casi con formalidad, va marcando los datos esenciales. “Yo nazco en el ‘71, cuando vivíamos en Vicente López, en Florida, entiendo que había salido de garante Marcial, el hermano de mi padre”, se agrega en el árbol. Luego se mete en la militancia y cuenta que en agosto del ‘75 durante el gobierno de Isabel, su padre cae preso en Córdoba. “Entiendo por relatos familiares que ya hace un año que estaban separados, siguiendo su militancia en la clandestinidad. Con mi madre venimos a Buenos Aires, cuando mi padre está detenido, y lo voy a visitar al menos dos veces hasta agosto”.

Martín, pelo castaño endiablado, canas que van ganando terreno, recuerda y también cuenta recuerdos que otras personas le han contado; de las visitas a la cárcel por ejemplo: “La primera visita que hago a la cárcel, en el ‘75, yo tenía 4 años, parte de lo que recuerdo y parte de la reconstrucción de mi tía prima de padre Marta Lafuente, me cuenta que en ese viaje primero vamos de Retiro en micro, y la vuelta es en avión. Llegando allá vemos que estaban los pabellones: por un lado el de Montoneros, enfrente el del ERP. Las banderas, con compañeros que estaban caídos… los ponían con imágenes con sus nombres. Lo primero que me cuenta mi tía, es que al saludarlo le pregunto si me habia extrañado y él me da un abrazo y me lleva hasta las camas, que estaban unas pegadas a otras, más adentro del pabellón… estaba la foto mía. Recuerdo allí, ya como un descubrimiento, que hacen como una obra de teatro. A esa edad descubrí que había personas que se disfrazaban y parodiaban, me parecía muy divertido y asombroso. Ese fue mi primer descubrimiento del teatro. Luego, la siguiente vez que voy, ya mi padre me regaló un libro que estaba ilustrado, con muy pocas palabras que él había puesto sobre la liberación de América. Cómo San Martín había echado a los españoles. Yo con ese libro iba para todos lados, volviendo a Buenos Aires orgulloso. Me cuenta una tía que, con ese libro, estábamos en un bar, había un mozo con tonada gallega y yo contaba desde el libro que San Martín había echado a los españoles y le empiezo a explicar al escuchar el tono, y le pregunté por qué estaba ahí y que San Martín había echado a los españoles», cuenta. Parece que el mozo del bar preguntaba qué estaba diciendo el niño. «Eso generó una situación de risa con mi prima y mi mamá”. Ríe y hace reir. Martín tiene buen sentido del humor. Cuentan que es bueno buscando parecidos, por lo que varias personas alrededor suyo tienen apodos que refieren a esos parecidos. Enlaza caminos entre su papá y su mamá ya separados. Mientras dice que ella consigue salir del país, acerca de la situación de su padre da cuenta del relato de torturas que le hizo a Marcial. “Preocupado, mi tío habla con algunos amigos de lo que entonces era la jefatura de policía. Sobre todo por la preocupación que sentía de que podía pasarle algo. Mientras tanto, un día, le llega un aviso del Comando Radioeléctrico y le dicen que a su hermano y a Marcos Osatinsky los van a trasladar, pero para liquidarlos. ‘¿Cómo es eso?’, dice, no sabiendo mi tío cómo iba a ser. ‘Fácil: los van a trasladar, van a fingir un intento de fuga y los van a matar’”, le respondieron. Marcial va a ver al juez Jorge Cermesoni, a quien Horacio había conocido en un paso laboral por Tribunales. Cermesoni, a su vez, contacta al juez cordobés (Ricardo) Haro. “En esa reunión que tienen, le pide al juez que le dé protección por favor. El juez hace lo posible para garantizar esa cobertura de integridad. El resultado es que pasa lo que había anunciado el Comando Radioeléctrico: a los pocos días matan a Marcos Osatinsky y mi padre queda protegido por un tiempo”. En la siguiente visita, Martín vio el nombre de Osatinsky en la pared de Montoneros. “Mi padre me dice: ‘Él era tu padrino’». Su padre se termina fugando a través de una ventana en febrero de 1976, con la dictadura en las gateras. “Este es un primer ejemplo donde hablo de la complejidad político afectiva que a veces trasciende las instituciones”, dice respecto a los entrecruzamientos de bandos y familias.

Martín se encuentra con su madre en el exilio. “Mi madre ya había salido por su cuenta. En mi caso, yo salgo al exterior. Me viene a buscar Charo, Sara Zermoglio, madre de Benjamín Ávila y después de Diego. Cuestión es que de allí, cuando me viene a buscar, me oriné encima, me bañan y nos lleva en el auto al aeropuerto. Llegamos justo y nos vamos con Charo los dos a Brasil, a Rio de Janeiro, ahí está mi padre con Benjamín. Estamos unos días, una semana, no recuerdo cuántas y luego vamos a México. Ahí ya me reencuentro con mi madre en el DF y me quedo viviendo aproximadamente desde ‘77 a fines del ‘78”, reconstruye.

Viejas fotos polaroid

Los recuerdos de su vida en México son imágenes aisladas, pero nítidas, flashes de viejas fotos Polaroid: las siete u ocho cuadras que separaban la casa Alabama de la casa donde vivía con su madre Chana y las compañeras de militancia, Silvia Yulis, Susana Muñoz y su hijo Lucas; las estrellas doradas por buena conducta que ganó en la escuela donde hizo primer grado; el zoológico de Puebla, el miedo ante el sismo que sacudió al DF. Y el parque Chapultepec al que fue con su abuela Chicha en octubre del ‘78, cuando ella los visitó.
La memoria de Martín es impecable, como si esas instantáneas hubieran sido reveladas en su piel. La asociación con el fútbol va a ser una constante en su relato. “En abril del ‘78 vamos con grupos militantes a ver el partido final de la Copa Interamericana en el Estadio Azteca —recuerda Martín—. Yo tenía la disyuntiva: no sabía si gritar o no los goles de Boca porque mi padre era de River”. Gana América de México 1—0, así que no tuvo que decidir si gritaba o no.

Hacia fines del ‘78, Martín viajó a México y Cuba. El día que salió de México su madre le presentó a    Alfredo Berliner, El Poeta, la nueva pareja, pero se lo presentó como un compañero, anticipándose a sus celos de hijo varón. Allí también se reencontró con Benjamín Ávila y Charo, la pareja de su padre. Ella estaba embarazada. Fue Martín quien eligió el nombre de su hermano. “Yo elijo Diego, porque era fanático de la serie El Zorro. Lo aceptaron. Obviamente, si hubiera sido Meteoro no hubiera tenido la misma suerte”. Es un gran arrancador de sonrisas.
Diego nació el 24 de enero del ‘79. “Hermoso como la mamá”, grafica, y la voz se le retuerce por la emoción. Toma agua como buscando aliento para seguir su relato. Vuelve a tomar aire para nadar en un pasado que casi lo ahoga. “Benja ya había comenzado primer grado, era ‘pionerito’, y llevaba la pañoleta azul. Como yo me incorporé más tarde al segundo grado, recién me la entregaron unos meses antes de abandonar el país. En Cuba fuimos felices, disfrutamos mucho con la familia, con mi nuevo hermanito y con otros militantes que vivían en Miramar, cerca de la casa donde vivíamos frente al mar”. De sus compañeritos de escuela recuerda a Firmenich, a Yager y a los Vaca Narvaja, con quienes además compartieron algunos cumpleaños.
“En abril hay una charla con mi padre y me dice: ‘Vamos a volver a la Argentina’. Estábamos nosotros dos solos. Siempre había momentos de charla cuando había algún anuncio que él me hacía y teníamos ese encuentro. Era muy preciso y tratando de cuidar por la edad que tenía, pero explicando –dentro de las posibilidades— los motivos de por qué íbamos a volver. Yo me pongo a llorar. Le digo que tengo miedo —rememora Martín—. Tengo miedo de que lo maten”.

Era abril cuando Martín, Diego y Benjamín regresaron a Argentina, con escala en Lima, “como hijos de una familia uruguaya” junto a Carmen Courtaux (Vilma) y su pareja, Daniel Zverko. “En Lima estamos unos días porque vamos al cine a ver El cielo puede esperar. Es una gran ironía –reconoce Martín 40 años después—. Justo los que vimos esa película, somos los que quedamos vivos”.
A los pocos días de llegar a Buenos Aires, se conectaron nuevamente con Horacio, su padre, y Charo. Los cinco se van a vivir a una casa que, años después, por la reconstrucción que hizo con Benjamín, suponía estaba por Luján. Ellos no conocían la dirección de la vivienda por seguridad. “Hay que tener en cuenta –aclara Martín— que nosotros cuando íbamos en algún transporte, ya sea público o particular, siempre íbamos mirando nuestros pies para evitar cualquier posibilidad de que, ante una situación de detención, no teníamos que saber la dirección de la casa que nos tocaba.  Después por hablar con Silvia Yulis, que fue puente entre mi madre y mi padre en Buenos Aires hasta el final, cree que puede ser más Villa Celina o Ballester”, dice.

En mayo se fueron a vivir a otra casa. Otra vez su recuerdo está asociado al fútbol. “Creemos que puede ser el 22 de mayo por el partido Argentina- Holanda —la revancha de la victoria argentina en el Mundial ‘78, contó Benjamín en su declaración—. En esa casa se organizan cuestiones operativas y se guarda el dinero y la documentación en una mesa de billar. Se ve el partido una noche ahí para ver si la televisión enfoca, durante la definición por penal, las banderas con la denuncia de la dictadura. Pasa ese episodio y quizá a la noche siguiente fue que empezaron a escucharse gritos ‘se fue’, ‘se llevó’. Nos meten en el baño y van a proteger las puertas pensando que iba a haber una denuncia, una entrega. Después me entero hablando con Yulis que mi padre aparece en el departamento esa noche y hablaba de un tal paraguayo que se llevó el dinero y no sabían qué iba a hacer”.
Luego de ese episodio volvieron a la casa que podría ser de Ballester. “Lo que recuerdo –continúa— dos o tres hechos puntuales por la fecha, el 5 de mayo, que es el cumpleaños de Charo (mamá de Diego y Benja) y de mi abuela Rosa Mendizábal, y la sorpresa es que nos visita y pasa ese fin de semana con nosotros. Nos trae camisetas de la selección de fútbol y conoce a Diego”.

El hecho siguiente está relacionado con lo que serían los últimos momentos de Martín en esa casa. “Benja iba a la escuela. La actividad que mi papá mostraba en el barrio era con la F100 de la fábrica Ortiz de prepizza y galletitas de agua, siempre traía los envases y comíamos bastante harina. A veces lo acompañaba, como yo no iba a la escuela tomaba clases particulares con un vecino, porque yo iba y volvía pasando un tiempo con mi madre y mi padre. Silvia (Yulis) era la que me llevaba y traía. Llega uno de los últimos momentos que es el cumpleaños de Benjamín, el 23 de junio. No recuerdo si es exactamente el día pero sí que se celebró. Era una fiesta que fueron varios chicos del vecindario. Recuerdo el baile de la manzana que me divertí mucho”. Parece como si estuviera metido en el tiempo del testimonio. Está en aquella casa. “Lo último antes de irme de esa casa para ya quedarme con mi madre hasta el final era que siempre escuchábamos Radio Colonia para obtener alguna data de lo que estaba sucediendo con los partes informativos. Desde mi idea de chico, lo que me llamaba la atención era que se hablaba todos los días del satélite Skylab. El satélite –dice como confirmación de la fecha de su partida— cae el 11 de julio, estando yo ahí. Y no pasa mucho tiempo que me voy con Silvia a vivir con mi madre. Ahí ya no los vuelvo a ver”. Será de las pocas veces que no utilice al fútbol como conexión temporal.

El tercer hecho refiere a ese “hasta el final” al que Martín hace mención tantas veces en su relato como si se resistiera a llegar. “Voy a vivir con mi madre, al principio, y con Silvia Yulis y Regino González (Gerardo). Después ellos dejan ese departamento y yo, con mi mamá y Poeta, nos vamos a vivir  a un edificio céntrico. Muy poco tiempo, lo que queda de julio y agosto. Para mí la referencia entre ese departamento y pasar a la última casa es el fútbol. Empezaba el juvenil del ‘79. El primer partido es con Indonesia y lo pasaban en diferido. Lo vemos con Poeta a las 7 de la mañana. Lo que queda hasta el final de ese mundial, que termina aproximadamente a mediados de septiembre, que sería la caída nuestra, es en una casa con construcciones bajas, más estilo conurbano. Nosotros vivíamos en una casa al fondo de una carnicería que daba a la calle. La familia del carnicero vivía detrás”.

—¿Primero dibujo y después describo? –le pregunta al Tribunal. ¿O alcanza con la descripción? Como he presentado el croquis…

Martín se para a dibujar sobre la pizarra el lugar donde fue secuestrado.  “Es así: mi madre sale a comprar cigarrillos, fumaba Jockey Club. Es un día soleado, luminoso, cerca del mediodía. Yo estaba leyendo Billiken y por el ladrido del perro veo que entra acá por la zona de la curva” –señala, y los que lo observan en la sala de audiencias pueden imaginar al hombre, que camina el último tramo del pasillo hacia una casa donde hay un niño pequeño leyendo una revista infantil—. Es un hombre canoso, de civil, no muy alto –deduce Martín, tomando como referencia a Poeta, que era muy alto—. Me asusto y por miedo a que se enoje o se ponga violento, salgo a abrir. No sé si con ese gesto no quería demostrar que si abría, no iba a pasar nada, pero bueno… El hombre entra y me dice ‘sentate donde estabas, quédate ahí’. Y empieza a revisar una cajonera que había entre el armario y el baño. A los pocos minutos la veo llegar a mi mamá. Se va acercando. Conectamos la mirada por última vez. Ella entendió todo lo que estaba pasando. Entra corriendo. El hombre la agarra, la golpea, yo me paralizo y viene otro hombre que me saca. Mi mamá se queda llorando, el hombre le gritaba por el material que había en el armario. Me llevan a un auto, hay un tercer hombre al volante. Me sientan atrás. El hombre que me llevó me va a comprar una Coca y me la da. Yo empiezo a escupir, tenía cerrada la garganta”.
El segundo hombre fue el que volvió a entrar y cuando regresó, dio la orden de llevarlo. “Ahí parto. Y no la veo más a mi madre. En principio, voy a este lugar de cautiverio”. La Brigada femenina de San Martín.

—Disculpame la interrupción —dice Sosti— ¿Recordás haber visto otro auto además de ese en el que te llevaron?
—No. A mí me llamó la atención lo desolada que estaba toda esa zona. No había vecino que se asomara. No sé si del aturdimiento no vi alguien que, de lejos, quizá comentara algo. Me llamó la atención porque había comunicación con los vecinos, con el carnicero.
—¿La carnicería estaba cerrada?
—No sé. Cuando subí al auto temblaba, bajé la mirada.
—¿Recordás cuánto tiempo viajaste desde que te sacan de la casa?
—El miedo me paralizó, yo seguía mirando al suelo—, dice Martín. Y es imposible no conectar esa imagen con la otra, con la que tenía mientras escuchaba el relato de Benjamín Ávila en una audiencia anterior: la del niño que mira al piso, que agacha la cabeza y hunde los hombros, la del niño que aprendió a clavar la mirada en los zapatos. Su cuerpo también tiene memoria.

Niños secuestrados

Mendizábal ahora está parado. Toma el micrófono inalámbrico y relata mientras traza sus recuerdos precisos con tinta negra sobre la pizarra blanca. Dos de los tres jueces, Rodríguez Eggers y Mancini, se bajan del estrado para ver de frente. Uno, Mancini, el juez de apenas 35 años, se sienta en la silla de los testigos. Podrían ser amigos Mancini y Mendizábal. Pero la vida los ha posado en lugares diferentes que se juntan en este juicio. Rodríguez Eggers avisa, con una sonrisa, que va a sentarse casi entre los abogados defensores, a los que habitualmente reprende por sus preguntas más putrefactas.
Mendizábal dibuja mientras reconstruye algunas instancias del mes que estuvo secuestrado. Recuerda especialmente a una mujer que lloraba mientras limpiaba los pisos y otros niños en su misma situación: secuestrados, solitarios y silenciosos.

—La obligaban a limpiar, me acuerdo de que la maltrataban y lloraba mucho mientras limpiaba los pisos. Todo esto era como un patio amplio. Esto es como un patio pero en este patio entrabas, había baldosas blancas y negras. Y acá se ponía una mesa improvisada larga, donde en esta mesa comíamos y yo siento que era el más grande de otros menores, que no hablábamos, nos mirábamos pero no hablábamos. Estamos siendo observados por mujeres policías que se sentaban a comentarnos o preguntar cómo estábamos. Lo que recuerdo es que en este silencio de sentarse a comer un guiso, una sopa o alguna comida, entonces podía acercarse una mujer policía y yo recuerdo que se sentaban conmigo a charlar. Yo levantaba poco la mirada y las pocas veces he visto que no estaba solo, había otros menores que estaban como yo, en silencio.
—¿Recordás características de estos menores, eran chicos, chicas? —consulta la fiscal.
—No lo puedo distinguir, solo tengo una cuestión más de siluetas.
—Pero sí que eran menores que vos.
—Sí, eso seguro. De eso estoy convencido.

Martín vuelve sobre las precisiones de la Brigada. Benjamín se había atribuido en su testimonio poseer más memoria visual que su hermano, y que Martín recordaba mejor las caras. El mayor de los tres hermanos de la vida parece desmentirlo ahora, mientras dibuja con velocidad. Benja está en la primera fila, con su hijo de 14 años que le apoya la cabeza en su hombro. Diego está un poco más allá, pero también cerca.

—Aquí me falta dibujar el pasillo a una parte que sería… —está dibujando el sector de las celdas de las mujeres presas. También recuerda un lavadero— Lavaban ropa. No sé si había un lavarropas, pero sí que lavaban por este sector, por esta zona. Y aquí había una escena, que se distendían, estaban en el patio unas mujeres, en los recorridos que podía hacer. Acá me queda la duda si era un alambrado, además de una puerta de reja. Pero circulaban por este sector, pero no tenían acceso a esta parte. Se movían hasta acá —delimita— Hasta acá era el sector que yo me podía mover, para este lado no podía pasar, sí pasaba esta chica adolescente que dormía conmigo en las cuchetas. Pasaba y limpiaba para allá, trapo de piso, llorando. Y pasaba para allá. Siempre tuve mucha curiosidad. Yo lo único que pude acceder es, primero a la jefatura, no recuerdo en qué sector estaba la puerta, pero sí que un día había una mujer de más edad en promedio que las que se acercaban a la mesa a preguntar cómo estabábamos, que capaz me traían una Revista Billiken.
—¿Las personas que te servían la comida eran mujeres?
—Mujeres uniformadas —responde y ubica el tono de los uniformes en celeste o azul.

Papá en la tele

En ese lugar Martín empezó a saber qué había sucedido con su papá. Mientras tanto, en los interrogatorios a los que era sometido, sostenía su identidad falsa. No decía que era el hijo de Mendizábal.

—Acá en un momento me dejaban ver dibujos animados, algunos goles, El Zorro, algún programa infantil, y estando acá sentado viene un hombre supuestamente acercándose como para acomodarse, tiene la funda con el arma.

—¿Estaba de uniforme ese hombre?

—Sí, sí. Haciendo como que se acomoda, como que me mira, mira la tele. Exhibe el arma, no es que me apunta. Se desacomoda, se desabriga y pone… pone un arma en la mesa mientras me va preguntando como muy relajado. Yo no paraba de mirar el arma en la mesa. Pero me preguntaba, ¿quién sos…? y entonces empiezo a decir lo que yo tenía como preparado para no decir los nombres reales de mi familia. Me dice: “Mirá que los chicos no mienten. No mientas, estás mintiendo”. Me lo dice en un tono intimidatorio, sin gritar pero fue intimidatorio, como una tensión en la mirada… a un chico de 8 años lo puede intimidar un adulto que además tiene un arma en la mesa. Le puede dar mucho miedo. Bueno, estos son unos de los episodios, y como frecuentaba mucho este lugar, vuelvo a las fechas, tengo una línea de tiempo con lo deportivo que me rige un poquito para esa etapa que es que había terminado el Mundial juvenil (Japón, 1979) y justo hay una gira de la selección mayor y había una radio, no la tele, pero escucho que comentan una goleada que le hacen a Argentina en Yugoslavia, 4 a 2. Después busqué y se jugó el domingo 16 de septiembre, o sea que cuando se comenta esa goleada yo ya estaba ahí”.

En esos días recuerda haber visto la imagen de su padre en la tele. Estaban anunciando con bombos y platillos la caída de uno de los miembros de la conducción de Montoneros, pero él en ese momento solo estaba preocupado porque no supieran quién era realmente. “Creo que es el día 21 de septiembre que sale la foto de mi padre y el anuncio… Es que yo estaba sentado, como que interrumpen la transmisión, yo estaba como cualquier chico mirando los dibujitos, estaba solo. No había nadie. Y en ese momento, cuando veo la foto, me paro rápido y bajo el volumen. Y no escucho lo que dicen, pero veo la foto, me quedo mirando la foto, miro hacia afuera. Yo, en mi ilusión, pensando para que no se den cuenta que es mi padre… y me quedo mirando la foto. Se ve que termina el comunicado, sale la imagen y creo que ahí apago la tele. Creo que apagué la tele y me fui. Pero no me vio nadie. En ese momento creí que lo estaban buscando. Me costaba creer que lo podían matar, para mí era que lo estaban buscando.

También recuerda que tenía cierta libertad ambulatoria que le permitió salir un día al patio, justo cuando las mujeres presas tomaban sol. Ellas se rieron de aquel niño asomado, que sintió mucha vergüenza y se metió para adentro. Cree que eran presas comunes, sobre todo por cómo hablaban.

Con los tíos

Martín calcula que estuvo en la Brigada de San Martín durante un mes. Hasta que un día lo bañan y lo suben a un auto.

—¿Sabés que te vamos a dejar en lo de tu tía? ¿Te acordás de tu tía? —le dijo uno de los dos de la patota que lo llevaron en el auto hasta la casa de Pacheco de Melo y Callao, donde vivían los Melián.

Lo llevan a la casa de Neliné Solimano, la hermana de su madre. Allí volvió a ver a Diego, su hermano menor, en una cuna, después de varios meses separados. Y comenzó la tarea de los adultos de decidir qué hacer con los chicos. “Otra vez el entramado afectivo político de mi familia, que hasta el día de hoy está tratando de repararse y resignificarse. Están presentes muchos de esos adultos que desde el amor, y con la complejidad de la época, trataron de entender qué hacer, sobre todo con Diego. Él era el hijo de Horacio ya pero no con mi mamá, sino con Charo, a la que muchos no conocían o ni sabían que Horacio había tenido otro hijo».

Saber de papá y mamá

Habla de «daño definitivo» cuando se refiere a la separación obligada por los secuestros de los tres niños y las devoluciones separadas: Benjamín contó ya, que fue con su abuela materna y luego con su papá. Diego y Martín estaban juntos ahora, pero eso sería temporario, también los separarían. Hasta allí permanece parado, pero Sosti le consulta si quiere volver a sentarse. Entonces cada uno vuelve a su lugar: los jueces al estrado, Martín al centro del espacio.


—¿Recordás en qué momento te enteraste de la muerte de tu padre y de Croatto? —pregunta Sosti, arropada con un sacón negro de solapas rojas.
-En la casa de los Melián. No habrán pasado muchos días. Ellos iban a un country llamado Los Lagartos. Una mañana, un fin de semana, le pregunto a él cuándo va a venir mi padre. Y él me dice que no va a venir. Le digo pero por qué, ¿no puede? ‘No, no, está muerto’. A partir de ese momento, bueno… llorar… que viene mi tía a consolarme.

Une velozmente la historia de su papá con la de su mamá, que en ese entonces todavía estaba con vida. Pero quiere contar cómo se enteró que había sido asesinada. El tío Alberto lo llevó al Cementerio de Recoleta. Allí se lanzó sin demasiadas vueltas:

—¿Sabés por qué estamos acá?
—No.
—Bueno… tu mamá está acá.

«Fue una noticia dada de manera súbita -reconstruye Martín durante su testimonio-. Recuerdo que se queda contemplándome, tratando de contener. La cuestión es que como yo no los vi muertos a ninguno de los dos, los seguía buscando en la calle. Mi sensación era más que estaban desaparecidos. No les creía. Entre las noticias que parecían inverosímiles y yo que no podía saber si no me estaban ocultando algo otra vez… Tuve muchas ideas sobre si era verdad o no lo que me estaban contando, además de la ilusión de que no los podía pensar muertos».

Los cuerpos

Martín deambula firme por su pasado oscuro. Tiene como una luz propia que le va alumbrando el camino. En la sala, el calor del aire acondicionado seca hasta las lágrimas. Va a contar en qué circunstancias fueron entregados los cuerpos de papá y mamá. Comienza por Horacio. Ya había contado, allá lejos, al comienzo de la audiencia, acerca de las relaciones con militares de Marcial Mendizábal, su tío, y cómo habían contribuido a mantener con vida a su papá en la cárcel de Córdoba. Ahora dice que no pudo evitar su asesinato, pero colaboró para recuperar el cuerpo. «Cuando se entera de la muerte, Marcial le pide a un capitán de navío, de la comunidad de inteligencia, de apellido Mondolein: una, que le entregue el cuerpo de su hermano; dos, que le entregue a sus hijos, a Diego y a Martín», dice Martín saliéndose por un rato de la historia. El 27 de septiembre le entregan el cuerpo.
En el caso de su madre, en los ’90, con la compañía de la Dra. Ester Turjansky, se acercó al Equipo Argentino de Antropolgía Forense (EAAF). Allí, a través de Carlos Maco Somigliana, ocurre un hecho que le atormenta la voz y le cuesta contar. Le tiembla el mundo. «Ahí me comparten una desclasificación que para mí fue muy importante y muy dolorosa. Pude ver por primera vez…», un silencio pesado se impone en la sala. Solo se oye cómo Martín traga saliva para poder seguir. Ya sabemos: respira profundo y sigue adelante: «… la foto de mi madre muerta… Como que para mí ahí terminó una idea de en qué situación terminó mi madre». Transita lento esta parte, pero avanza como el auto que detiene casi su marcha para cruzar un pozo profundo; sale y sigue su camino. Entonces Martín Mendizábal retoma su camino con el pozo gigante detrás, y endereza el rumbo para explicar cómo fue hallada su madre. «Maco me cuenta lo que pudo reconstruir. Por lo que recuerdo. Hay un camino vecinal, a pocos kilómetros del Paraná. Había un quintero italiano de la zona que cuenta en el registro que había pasado a las 11:30 de uno de los puentes, el 27 de noviembre, y estaba normal: las barandas, el puente. Pasa, según lo que dice el informe, como una hora después. Cuando pasa ve que hay una baranda rota. Lo primero que hace este hombre es enojarse con sus empleados porque pensó que se había caído un cargamento suyo. Le dicen que no. Cuando vuelve, se asoma, y ve sumergida la cola de un Peugeot 504 rojo. Le llama la atención en qué momento había pasado eso y cómo se había roto la baranda. Cuando extraen el auto, lo que Maco me cuenta es que en el baúl había caña de pescar, una pava, bombilla, yerba, azúcar, anzuelo, un calentador. Todo una puesta en escena. Dos parejas: Berliner y Solimano, Schatz y Suárez», como si fueran de excursión tipo camping al río. Así se presentó también en los medios de la época. Muestra un recorte del Diario La Nación, pero luego se sabría que el auto era robado y tenía una chapa de otro vehículo. Un dato que a Martín le llamó la atención es que tenían cédulas de identidad falsas, pero con sus datos verdaderos. Como si faltara algún condimento casi de comedia en semejante escena dramática, hubo una confusión entre los cuerpos de Diana Schatz y el de Solimano, por lo que les entregaron primero el cuerpo equivocado.

Hijos: un muro, la misma habitación

Esta situación del auto caído al Paraná, de las supuestas familias en modo camping que perdieron el control de su Peugeot, tuvo otro punto de vista, que llegó desde el lugar menos esperado. En noviembre de 2017. Pablo Verna, el hijo del capitán Julio Alejandro Verna, apareció públicamente como integrante del grupo Historias Desobedientes. Verna hijo dialogó en aquel momento con La Retaguardia. En esa entrevista relató, a través de la mirada de su padre, el hecho del vehículo. «Después de esa última interpelación que le hice y en la que me admitió su participación (en los vuelos de la muerte de Campo de Mayo), a otro familiar le contó respecto a su participación en el asesinato de cuatro personas: Fueron colocadas en un auto, también anestesiadas de la misma manera, y después ese auto fue arrojado a un río o a un arroyo. Simularon un día de pesca. En el auto habían colocado cañas de pescar. En ese simulacro de accidente, el auto cayó al agua y esas personas, al estar paralizadas, se ahogaron, porque seguían respirando”, explicó Pablo Verna en relación a los crímenes de Alfredo Berliner, Susana Solimano, Julio Suárez y Diana Schatz».

Martín Mendizábal y Pablo Verna se encontraron el año pasado. Podría decirse que, en una habitación imaginaria, ambos estuvieron divididos por un gran muro. La aparición de las hijas e hijos de genocidas ha perforado ese muro. Lo que se ha vivido de un lado y del otro de esa pared gigante no parece asimilable. Y la historia de Martín y la de Pablo pueden servir como ejemplo de eso. No hay comparación posible; parecen padecimientos diferentes en cantidad e incluso en calidad. Sí es evidente el valor, incalculable aún, de la valiente e inesperada aparición de estas nuevas actrices políticas (se impone el genérico femenino, porque la mayoría son mujeres).
El 10 de junio del año pasado, después de varios desencuentros previos, Pablo Verna se juntó con Virginia Croatto. Hacía tiempo que la hija de Armando Croatto le había propuesto la juntada, pero Verna estaba en su propio proceso. Ella quería que Martín fuera parte de la reunión, pero no se animó a planteárselo antes a Pablo; tampoco lo quiso llevar sin que lo supiera. Así que tomó dos precauciones. La primera fue que lo citó en el Bar La Poesía, en San Telmo, cerquita de la casa de Mendizábal. La segunda: le pidió a Martín que se quedara en su casa por si daba proponerle a Pablo el encuentro. Al rato estaban los tres juntos. Allí, Pablo le contó a Martín lo que había averiguado acerca de su progenitor inyectando a los cuatro pasajeros obligados de aquel Peugeot. Una vuelta de rosca de los Vuelos de la muerte de la ESMA by Campo de Mayo.

Últimas dos cuestiones

Transcurridas más de dos horas de testimonio, Martín pasa por la instancia de contar acerca del intento de suicidio. Después, cuando parece que se acerca el final, pide la palabra. Adelanta que le quedan dos cosas por contar. La primera, es para llamar la atención acerca de ciertos cruces a los que las víctimas son sometidos por los genocidas. «Yo no conozco a Marcelo Cinto Corteaux (el único imputado preso de este juicio), pero sí conozco a su hijo (Federico) porque es amigo de mi hermano (Diego). De hecho cuando en el 2013 se casó mi hermano, un año antes de fugarse, él (Cinto) estuvo en su casamiento. Yo tengo la mejor opinión de Federico. Con todo lo que le hizo el padre a mi familia, y por lo que se lo acusa en esta causa, sabiendo quién era mi padre, no puedo entender que Cinto Corteaux no le haya dicho a su hijo qué hizo con mi padre durante todos los años que tuvieron esa relación. Hoy, en parte, esa amistad está dañada por lo hecho por el imputado». Pavada de primera cuestión le quedaba por decir.
La segunda parece tener toda la intención de retirarse de allí dejando antes un mensaje alentador, a pesar de todos los sufrimientos narrados. Y deja un par de preguntas en el aire. Por eso toma la pancarta, que ocupa casi su torso entero, y la explica. «Yo traje aquí -señala los dibujos-. Aquí está el realismo mágico. La infancia de mi generación que fue arrasada. Lo que siempre me pregunté fue: ¿cómo fueron las infancias de los responsables de arrasar las nuestras? ¿Y cómo han sido como padres? Eso habla otra vez del afecto y de cómo alojamos y cuidamos las infancias».
Luego entrega un libro a los jueces. La Murguita del CAI, se llama. También lo explica. «Por último, que tiene que ver con esto. Con todo el dolor, además de tocar fondo, pude aprender a transmitir todo lo transformador de esa energía del dolor de mi infancia en una experiencia educativa con profes y maestros de un centro educativo que se llama Isauro Arancibia. Ese obsequio es una prueba también de cómo puede uno transformar todo lo que relaté en algo saludable y transmitir esa experiencia junto con otros docentes».
Martín trabaja desde hace dos años en la Procuración Penitenciaria de la Nación, en un programa que se llama «Probemos hablando», en los penales de Marcos Paz y Ezeiza. Antes, trabajó 10 en el Centro de Actividades Infantiles, un programa que funciona los sábados en el Isauro Arancibia, en un edificio que estuvo a punto de ser arrasado por el paso del Metrobús neoliberal. Con resistencia, con otros y otras, ese avance se pudo frenar. Martín estaba allí para, una vez más, respirar profundo y salir para adelante. Martín Mendizábal está acá. La suerte la tenemos quienes pudimos escuchar su testimonio.

*Este diario del juicio por la represión a quienes participaron de la Contraofensiva de Montoneros, es una herramienta de difusión llevada adelante por integrantes de La Retaguardia, medio alternativo, comunitario y popular, junto a comunicadores independientes. Tiene la finalidad de difundir esta instancia de justicia que tanto ha costado conseguir. Agradecemos todo tipo de difusión y reenvío, de modo totalmente libre, citando la fuente. Seguimos diariamente en https://juiciocontraofensiva.blogspot.com